Para abordar los conflictos globales de hoy, es imprescindible hacer referencia a la irrupción de actores no estatales en el panorama internacional. Las características de la seguridad en el marco de post-Guerra Fría ha incorporado nuevas amenazas, nuevas dinámicas, nuevas simetrías y nuevos actores a los que los estados deben amoldarse. De entre estos últimos, aparecen múltiples expresiones de “no-estatalidad”, como grupos de presión, organizaciones internacionales, señores de la guerra o corporaciones multinacionales, pero también un nuevo modelo de externalización y privatización de la seguridad hacia empresas privadas.
En algunos países, el peso de la seguridad privada ya supera con creces el de la seguridad nacional o uniformada. Las fronteras cada vez más porosas del Estado ha conducido a la incorporación progresiva de estas empresas a cargos o funciones consideradas “inherentemente gubernamentales” o esenciales para el ejercicio de su soberanía. Hoy, el alcance de las Empresas Militares y de Seguridad Privada (EMSP) incluye a todos los continentes y presentan un ámbito de actuación tanto a nivel nacional, regional o internacional. Éstas pueden trabajar – y lo han hecho – para clientes ilegítimos, participar en golpes de Estado o incluso favorecer el recrudecimiento de conflictos en su propio beneficio, a la vez que quedan prácticamente exentos de monitoreo y de regulaciones internacionales. Las funciones del Estado sin los constreñimientos del Estado.
En la coyuntura del fin de la Guerra Fría, surgió una nueva manifestación de seguridad privada, enraizada de especial forma en Estados Unidos y Reino Unido, que aparecía de la mano de cambios en la configuración del orden internacional y un desarrollo tecnológico excepcional, del que el área de la seguridad no queda ni mucho menos excluido. La última década del siglo XX fue, pues, una explosión en la externalización de la fuerza, pero también el germen de una tendencia privatizadora de la defensa y la seguridad que se presencia en las dinámicas y procesos actuales.
Por entonces, las empresas de seguridad privada fueron ampliando y diversificado sus áreas de actuación, que superaban la duración del conflicto en sí mismo (Montes Hernández, 2013; Güell, 2009). Esta hiper especialización cristalizó en una industria capaz de proveer cualquier tipo de servicio relacionado con las tareas tradicionalmente características de los ejércitos: asesoramiento y consultoría estratégica, gestión logística, entrenamiento, abastecimiento, vigilancia estática – convoyes, oficinas gubernamentales, campos de refugiados, edificios, empresas petrolíferas, etc. –, protección de altos cargos y personalidades, transporte, desminado, detención e interrogación de presos e incluso intervención directa en conflictos armados.
La mayoría de expertos explican este fenómeno en tres ejes: la transformación en la naturaleza de las guerras, el movimiento privatizador generalizado y el vacío en el mercado de la seguridad.
El fin de la Guerra Fría dejó consigo una reordenación de las prioridades de las superpotencias en materia política y económica, pero también en defensa y geoestrategia. La desvinculación y retirada de éstas de los países periféricos – y frágiles – reactivó conflictos que habían permanecido congelados y dejó un vacío de seguridad en el que las EMSP operaron y entraron en su mercado. La incapacidad de estos weak states para mantener la soberanía territorial y el monopolio estatal de la violencia condujeron a formar una dependencia con actores externos que benefició a la industria militar privada.
De forma paralela, esto se daba dentro de una tendencia privatizadora general, impulsada por el modelo neoliberal desde inicios de 1980. La presión para minimizar el Estado, operar bajo lógicas de mercado y perseguir la eficiencia y la eficacia mediante la externalización que afectaron a grandes sectores públicos (energía, telecomunicaciones, centros penitenciarios, educación o sanidad) no iba a obviar la Defensa. En vista a estas restricciones, se optó por prescindir de las funciones no esenciales, que se podían ceder a terceros y de las que se nutrió la industria militar privada.
En vista a esta tendencia, el Estado ha pasado de ser “proveedor de seguridad” a cliente preferente de estas compañías privadas. Pero esto no debería tomar por sorpresa: si bien la magnitud de la última década del siglo pasado hasta hoy es inédita, la práctica es totalmente coherente con la línea dada a lo largo del sector público, en que cumplir con el déficit y reestructurar el gasto ocupan la prioridad de los gobiernos. O’Brien (1998) llega incluso a considerar esta externalización de la seguridad como “la máxima representación del neoliberalismo”.
Pero a nivel agregado, resulta mucho más barato alquilar el servicio temporal de una EMSP que el mantenimiento fijo de ejércitos regulares, con todo lo que implica. El sector privado, en cambio, juega con unos servicios prêt-à-porter, baratos, rápidos y fáciles de contratar. Mientras que el personal del Departamento de Estado requiere de dos años para completar su reclutamiento, formación y despliegue, el proceso para un contratista se completa de 90 a 120 días. Esto explica que Naciones Unidas destine a la industria privada entre un 10% y un 40% de lo que le costaría recurrir a la prestación de un Estado miembro.
Asimismo, sortear los costes políticos a raíz de las intervenciones militares es también uno de los estímulos para la contratación de EMSP. Las bajas de contratistas no aparecen en las estadísticas oficiales ni suelen ser mediatizadas. Añadido al hecho de percibir la guerra como algo más ajeno y la poca transparencia en su implicación, hacen que el rechazo público quede diluido. Así pues, las bajas de una guerra privada parecen tolerarse más que las bajas civiles.
La capacidad de respuesta y la intensidad tecnológica, además de la extensa plantilla de militares de alto rango con la que contaban, consolidaron en la esfera internacional un modelo que ya estaba presente a menor escala. La exhibición que el mundo estaba presenciando y empezando a considerar, allanándose el camino para su cénit en Irak.
El desarrollo de la industria militar privada en el Irak post-invasión
Cuando en 2002 el Departamento de Defensa empezó a distinguir entre funciones esenciales y no esenciales, las Fuerzas Aéreas y el Ejército identificaron múltiples posiciones que podían ser sujetas de privatización. Esta revisión de funciones core pretendía “liberar” a personal uniformado de tareas que podían ser realizadas por personal civil, para disponer de más margen de tiempo, recursos y fuerza en las operaciones por venir.
A raíz de la proclamación del fin de las principales operaciones militares el 1 de mayo de 2003 tras la caída de Bagdad, se inició un proceso de transición hacia un nuevo gobierno iraquí, la recuperación de la infraestructura y la democratización del país.
A medida que la situación de seguridad se deterioraba drásticamente y la realidad se alejaba del escenario esperado, se empezaron a evidenciar las carencias en la preparación estadounidense. No sólo quedaban al descubierto militares sino también personal civil dedicado a las misiones de reconstrucción, que no contaban con la suficiente protección militar.
En definitiva, las EMSP estaban llenando el vacío de seguridad que la falta de personal militar dejaba consigo, a la vez que encontraban en ello un amplio beneficio comercial que provocó el crecimiento – y overstretching – del conjunto de la industria. La exposición al riesgo y a la inseguridad derivó en un estallido de tarifas: Blackwater llegó a facturar entre 1200$ y 2000$ por persona y día por persona y día.
“En Irak, el boom empresarial de posguerra no es el petróleo. Es la seguridad”.
Casi todas las entidades extranjeras en el país, incluyendo gobiernos, organizaciones internacionales, agencias de comunicación y empresas comerciales, habían contratado en algún momento a contratistas privados. Esto es, aunque la mayoría de contratos fueran a nombre del Departamento de Defensa de EEUU, también involucraban a la Marina, la USAID, el Ejército, las Fuerzas del CPA o la OTAN.
Entre 2003 y 2004 se estima que se duplicó el número de contratistas –de 10.000 a 20.000–. Entre 2004 y 2005, la CPA estimaba la implicación de 60 empresas que movilizaban alrededor de 25.000 empleados. Para julio de 2007, la cifra se había disparado hasta los 190.000 y, de hecho, superaba los 160.000 soldados estadounidenses.
En 2005, se lanzó la adjudicación de contratos WPPS – Worldwide Personal Protective Services – para asegurar una reserva constante de contratistas privados en la protección de funcionarios y altos cargos gubernamentales. Estos se concedieron a las EMSP Blackwater, Triple Canopy y Dyncorp. La primera asumió la escolta de Paul Bremer, líder y administrador de la CPA hasta 2004, y del embajador americano John Negroponte y su equipo, contrato que se renovaría hasta 2009 aun siendo el período en que la empresa se vería envuelta en la trágica matanza de la plaza Nisour.
Por otro lado, el contrato con Triple Canopy fijaba su zona de operaciones en el sur de Irak y en la vigilancia de la embajada de EEUU en la Zona Verde de Bagdad, mientras que a la británica Aegis Defense Services Ltd. le fue encomendada la coordinación del Departamento de Defensa y del Departamento de Estado con las EMSP, así como el análisis del panorama de seguridad. Si bien esta empresa no se encontraba bajo la WPPS II, alcanzó un contrato con el Ejército por 293 millones de dólares para posteriormente obtener el mayor contrato del DoD, por 475 millones. Aun así, en 1998, su director ejecutivo estuvo implicado en la venta de armamento a Sierra Leona, que se encontraba bajo embargo de Naciones Unidas.
¿Menoscaban las EMSP los esfuerzos de contrainsurgencia?
Según la OTAN, la contrainsurgencia comprende todos los esfuerzos conjuntos de gobiernos, agentes locales y entidades internacionales para abordar no sólo los focos de inseguridad concretos sino los orígenes que los alimentan. Se trata, pues, de conocer el abanico de herramientas del “poder nacional” – militares, pero también políticas, económicas, diplomáticas o psicológicas –, y de saberlas usar de forma holística y a largo plazo.
Para los estados ocupantes en Irak, la Autoridad Provisional de la Coalición -o CPA por sus siglas en inglés- fue preciso contar en un primer momento con la legitimidad y la confianza de la población local, al igual que integrarse entre ellos para conocer el terreno y sus dinámicas. De hecho, una presencia agresiva y aislada puede ser contraproducente y generar mayor rechazo y más grupos armados no-estatales. A su vez, el protagonismo y la dependencia del sector privado iraquí sobre el público debilita la imagen del gobierno y sus fuerzas armadas. Con ello, se corría el riesgo de “enviar el mensaje de que la lealtad no se debe al país de uno, sino a quien obtiene el contrato“.
En vista de los resultados, los informes oficiales a posteriori y los análisis académicos, se puede constatar que la presencia de EMSP en Irak y su poca formación específica fueron determinantes en dificultar la comunicación y la coordinación en las operaciones de contrainsurgencia. Esta obstaculización cristaliza, entre otros, en los veinte casos de fuego amigo entre militares y contratistas, sólo entre enero y mayo de 2005, según las investigaciones de la Fuerza Multinacional en Irak.
En los primeros meses de “cambio de régimen” tras la caída de Bagdad y del control de la Fuerza Multinacional, en Irak se llevaron a cabo múltiples episodios de tortura, abusos, violaciones y crímenes de guerra en la prisión de Abu Ghraib. En el informe Taguba sobre lo sucedido en las instalaciones, se detallaban las intimidaciones y ataques con perros, agresiones físicas, humillaciones fotografiadas, desnudos forzosos, abusos sexuales, amenazas de tortura eléctrica, derrame de ácido fosfórico, saltos sobre los detenidos, etc. En el informe, se detalla la implicación de contratistas privados y de relaciona con su falta de supervisión y el libre acceso del que disponían. La EMSP CACI y Titan Corporation fueron demandadas en 2008 y 2009 por la participación directa en el 36% de los crímenes y torturas.
Blackwater, a pesar de su implicación en la muerte de 17 personas en la masacre de la plaza Nisour, siguió presente en Irak hasta enero de 2009, cuando se firmó el Acuerdo SOFA entre ambos gobiernos que acababa con la inmunidad de la que las EMSP habían gozado bajo la dirección de la CPA (Cotton et al., 2009; Saura, 2010). En 2014, un jurado tribunal condenó a sentencia perpetua a los cuatro empleados implicados en la masacre después de que los cargos hubiesen sido desestimados en 2010; sin embargo, en 2020, el presidente Donald Trump otorgó su indulto a todos ellos (Safi, 2020; United States of America vs. Paul Slough et al., 2014; US Attorney Office, 2019).
En perspectiva, así pues, el papel hostil, violento y hermético de estas empresas militares y de seguridad privada fue, si no contraproducente, desfavorable tanto para el éxito de las operaciones de contrainsurgencia como para la percepción de la presencia estadounidense en una guerra ya impopular de por sí. Las acciones de Blackwater, entre otros, no sólo hicieron que se prohibieran su operación en Irak sino que el gobierno de Nouri al-Maliki se cerrara a la presencia de fuerzas de EEUU en el país y quedara debilitado para la eventual invasión de ISIS: menos de un 20% de los iraquíes aprobaban su continuidad (Jeffrey, 2014; MacAskill, 2011; Singer, 2007b). Como relata un funcionario iraquí “son parte de la razón de todo el odio que se dirige a los estadounidenses, porque la gente no los conoce como Blackwater, solo los conoce como estadounidenses. Están sembrando odio, por estos actos irresponsables”. Los iraquíes no estaban distinguiendo entre militares o contratistas, sino que los veían como la misma expresión de la ocupación.
Si bien las fuerzas armadas establecieron una estrategia de contrainsurgencia según la doctrina militar – “construir simultáneamente la confianza local en la comunidad y eliminar a los insurgentes” – las empresas contratistas tuvieron, en definitiva, una agenda y una actuación paralela a la militar.
En definitiva, la consolidación de EMSP como actores relevantes es indiscutible y difícilmente revocable. De hecho, Erik Prince informaba en 2017 que recuperaría su empresa Blackwater y que su ayuda sería necesaria en la clausura de la Guerra en Afganistán. Hoy vemos como ofrece billetes para evacuar a afganos ante la amenaza de los talibanes a un precio de 6.500 dólares. Además, la proliferación de nuevos clientes y nuevas amenazas –como está siendo la creciente necesidad de protección en África para las empresas chinas–, será, de nuevo, tierra fértil para la aparición de EMSP en nuevas operaciones.
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