COMENTARIO DE LUIS BUÑUEL.DIRECTOR
Había en Extremadura, entre Cáceres y Salamanca, una región montañosa desolada en la que no había más que piedras, brezo, y cabras: Las Hurdes. Tierras altas antaño pobladas por bandidos y judíos que huían de la Inquisición. Yo acababa de leer un estudio completo realizado sobre aquella región por Legendre, director del Instituto Francés de Madrid, que me interesó sobremanera. Un día, en Zaragoza, hablando de la posibilidad de hacer un documental sobre Las Hurdes, con mi amigo Sánchez Ventura y Ramón Acín, un anarquista, éste me dijo de pronto:
- Mira, si me toca el gordo de la lotería, te pago esa película
A los dos meses le tocó la lotería, no el gordo, pero sí una cantidad considerable. Y cumplió su palabra. Ramón Acín, anarquista convencido, daba clases nocturnas de dibujo a los obreros. En 1936 cuando estalló la guerra, un grupo armado de extrema derecha fue a buscarlo a su casa en Huesca. Él consiguió escapar con gran habilidad. Los fascistas se llevaron entonces a su mujer y dijeron que la fusilarían si Acín no se presentaba. Él se presentó al día siguiente. Los fusilaron a los dos.
Para rodar Las Hurdes (Tierra sin pan) hice venir de París a Pierre Unik para que me sirviera de ayudante y al cámara Elie Lotar. Yves Allégret nos prestó una cámara. Puesto que no disponía más que de veinte mil pesetas, cantidad muy modesta, me dio a mí mismo un mes de plazo para hacer la película. Gastamos cuatro mil pesetas en la compra indispensable de un viejo Fiat, que yo mismo reparaba cuando era necesario (era un mecánico bastante bueno). En un antiguo convento requisado en virtud de las medidas anticlericales dispuestas por Mendizábal en el siglo XIX, Las Batuecas, se había instalado un modesto albergue que contaba apenas diez habitaciones. Cosa sorprendente: agua corriente (fría). Durante el rodaje, salíamos todas las mañanas antes del amanecer. Después de dos horas de coche, teníamos que seguir a pie, cargados con el material. Aquellas montañas desheredadas me conquistaron enseguida. Me fascinaba el desamparo de sus habitantes, pero también su inteligencia y su apego a su remoto país, a su “tierra sin pan”. Por lo menos en una veintena de pueblos se desconocía el pan tierno. De vez en cuando alguien llevaba de Andalucía algún mendrugo que servía de moneda de cambio.
Después del rodaje, sin dinero, tuve que hacer el montaje yo mismo, en Madrid, encima de una mesa de cocina. Como no tenía moviola, miraba las imágenes con lupa y las pegaba como podía. Seguramente descarté imágenes interesantes por no verlas bien.
Hice una primera proyección en el “Cine de la Prensa”. La película era muda y yo la comentaba por el micrófono. “Hay que explotar la película”, decía Acín, que quería recuperar su dinero. Decidimos presentarla al doctor Marañón, que había sido nombrado presidente del Patronato de Las Hurdes. Poderosas corrientes de derecha y de extrema derecha atormentaban ya a la joven República Española. La agitación era cada vez más violenta. Miembros de Falange –fundada por Primo de Rivera- disparaban contra los vendedores de Mundo Obrero. Era fácil adivinar que se acercaba una época sangrienta. Pensábamos que Marañón, con su prestigio y su cargo nos ayudaría a conseguir el permiso para explotar la película que, naturalmente, había sido prohibida por la censura. Pero su reacción fue negativa.
- ¿Por qué enseñar siempre el lado feo y desagradable?, preguntó. Yo he visto en Las Hurdes carros cargados de trigo (falso: los carros sólo pasaban por la parte baja, por la carretera de Granadilla y eran escasísimos). ¿Por qué no mostrar las danzas folklóricas de La Alberca que son las más bonitas del mundo?
La Alberca era un pueblo medieval como tantos hay en España que, en realidad, no formaba parte de Las Hurdes. Respondí a Marañón que, al decir de sus habitantes, cada país tiene los bailes más bonitos del mundo y que él demostraba un nacionalismo barato y abominable. Después de lo cual me marché sin añadir una palabra y la película siguió prohibida. Dos años después, la Embajada de España en París me dio el dinero necesario para la sonorización de la película, que se hizo en los estudios de Pierre Braunberger. Este la compró y, de grado o por fuerza, poco a poco, acabó por pagármela (un día tuve que enfadarme y amenazarle con romper la máquina de escribir de su secretaria con una maza que había comprado en la ferretería de la esquina). Por fin, pude devolver el dinero de la película a las dos hijas de Ramón Acín, después de la muerte de éste.
Durante la guerra civil, cuando las tropas republicanas con la ayuda de la columna anarquista de Durruti, entraron en el pueblo de Quinto, mi amigo Mantecón, gobernador de Aragón, encontró una ficha con mi nombre en los archivos de la Guardia Civil. En ella se me describía como un depravado, un morfinómano abyecto y, sobre todo, como autor de Las Hurdes, película abominable, verdadero crimen de lesa patria. Si se me encontraba, debía ser entregado inmediatamente a las autoridades falangista y mi suerte estaría echada.
Una vez en Saint-Denis, por iniciativa de Jacques Doriot, que era alcalde comunista de la población, presenté Las Hurdes ante un público compuesto por obreros. Había entre la concurrencia cuatro o cinco hurdanos inmigrantes. Uno de ellos me reconoció y me saludó algún tiempo después, durante una de mis visitas a aquéllos áridos montes. Aquellos hombres emigraban, pero siempre volvían a su país. Una fuerza les atraía hacia aquél infierno que les pertenecía. (“MI ÚLTIMO SUSPIRO de Luis Buñuel)